martes, 4 de noviembre de 2008

Roberto Fernández Retamar sobre Vallejo

¡Hola juventud! Continuamos presentando la crítica de intelectuales y literatos sobre la vida y obra de nuestro inmortal poeta universal César Vallejo. Hoy nos deleitamos con las apreciaciones del gran escritor cubano Roberto Fernández Retamar, quien escribió estas líneas en el prólogo de la poesía completa de César Vallejo. ¡Vamos bien!

No hay introducción mejor a los poemas de Vallejo, y en especial a los que se publicarían a raíz de su muerte con el nombre Poemas humanos. Hasta ahora, se había entendido que ese título cobijaba dos libros distintos: los Poemas humanos en sí, y España, aparta de mí este cáliz: aunque entre ellos hay un violento aire común, se tendió a con­siderarlos dos colecciones: la última, una obra unitaria en torno a la tragedia de la guerra española; la primera, una suma de poemas varios, de verdad humanos, en que vida y muerte alcanzan a ser expresados en su máxima intensidad. Este criterio habrá que revisarlo a partir de la aparición, el pasado año, de una edición de la Obra poética completa de César Vallejo, realizada con la colaboración de la viuda del poeta, Georgette de Vallejo (Lima, Moncloa Editores, S. A.) —a cuyo texto nos atenemos en esta nueva edición cubana de la obra poética completo de Vallejo—. Según Georgette, la edición de 1939 de los Poemas humanos (título que sí se debe a Vallejo) incluía tres libros: Poemas en prosa (1923/4-1929), Poemas hu­manos (octubre de 1931 a 21 de noviembre de 1937) y España, aparta de mí este cáliz (septiembre-noviembre de 1937). De todas formas, seguiremos aludiendo, en estas pocas líneas prologales, a los dos primeros libros como la unidad factual con que se presentaron al mundo, y como fueron leídos durante cerca de treinta años. Destacaremos, eso sí, las diferencias en la disposición de los poemas, y sobre todo incorporaremos las oportunas rectificaciones de la notable edición peruana.
Se han destacado (ya desde Trilce e incluso desde Los heraldos negros) sus prosaísmos, sus coloquialismos (con frecuencia peruanismos), y el tono conversacional, como notas evidentes de esta poesía. Ello es cierto. Pero lo más sobrecogedor, lo que dio sentido a todos los aspectos parciales, es la inmediatez de esta poesía, su extraña y necesaria verdad, al margen de todas las convenciones literarias y conceptuales que acechan a este poeta, a este hombre. Esta es una poesía de las ganas, del miedo y de la espe­ranza, de haber tocado vida y muerte como las terribles realidades corpóreas que son —y, decididamente, de la arrasadora compasión, de compadecer, como le hubiera gustado decir a Unamuno, con quien la poética trágica, agónica de Vallejo tiene no pocos puntos de encuentro.
Si la familia de Vallejo puede señalarse en la literatura —por ejemplo, dentro del idioma, Martí, Unamuno, Machado, la Mistral— esta poesía de lo tierno y lo grotesco, que tuerce un sombrero entre las manos y sale agarrándose los pantalones, que hace reír y llorar, y reparte palmadas en las espaldas porque al cabo a todos nos ha pasado esto de estar vivos; esta poesía nos recuerda mucho (y más que a otro poeta) a un artista a quien Vallejo admiró sin reservas: Chaplin. Quizá se diga algún día que sólo en los versos de César Vallejo, sobre todo en sus Poemas humanos, el arte moderno encontró un parigual de la con­movedora saga del hombrecito del bastón, el sombrero hongo y los zapatones; de la historia del desconocido lleno de humanidad que hizo reír y llorar a grandes y chicos. Con esto ve dicho; desde luego, que ésta no es, ni puede ser, una poesía de imágenes o de hallazgos verbales —ni siquiera de antihallazgos, como los de sus prosaísmos—, sino de situaciones. En los poemas de Vallejo pasan cosas: es la suya una poesía llena de temporalidad, para emplear un término grato a Machado; y es una poesía dramática, en todos los sentidos: incluso en el de que en ella tiene lugar un drama. Sabemos cuál es su protagonista, porque nos es nombrado varias veces: César Vallejo. Este es al poeta homónimo lo que Charlot es a Chaplin: su personaje y su verdad, su máscara y su rostro más real. A ese prota­gonista le pasan cosas, y esas cosas, digámoslo aunque parezca melodramático, o quizá precisamente por ello, esas cosas se llaman la vida.
Es ejemplar por muchísimas razones —y yo diría que particularmente para nosotros, aquí y ahora, en Cuba—la dignidad con que Vallejo, a partir de esta visión poética, de esta visión vital, acomete la obra lírica de franca mi­litancia política, en su España, aparta de mí este cáliz. Aunque la guerra de España tuvo el doloroso privilegio de haber sido cantada por los mayores poetas que tenía entonces el idioma, e incluso por no pocos grandes poetas extranjeros, no hay duda de que esta obra de Vallejo, como Guernica en el orden de la pintura, es su gran texto poético. Ya en los Poemas humanos, se nos dice que «urge tomar la izquierda con el hambre». Pero aquí Vallejo acepta un asunto enteramente político como centro de su gran libro. La transición, por así decir, es clarísima desde Trilce: vivir, pase, puesto que ya no hay nada que hacerle, aunque se trate de «haber nacido para vivir de nuestra muerte»; pero que encima de eso unos hombres le hagan imposible la humanidad a otros, los animalicen, eso si que no: contra eso ve, conmovido, cómo se levanta el prole­tario que muere de universo, el «obrero redentor, salvador nuestro», el voluntario soviético, marchando a la cabeza de su pecho universal. Lo que parece un mero problema personal, es un problema histórico:


¡Voluntarios,
por la vida, por los buenos, matad
a la muerte, matad a los malos!
¡Hacedlo por la libertad de todos,
del explotado y del explotador,
por la paz indolora —la sospecho
cuando duermo al pie de mi frente
y más cuando circulo dando voces—
y hacedlo, voy diciendo,
por el analfabeto a quien escribo,
por el genio descalzo y su cordero,
por los camaradas caídos,
sus cenizas abrazadas al cadáver de un camino!


La pobreza de los Poemas humanos se yergue aquí, y es el aire de los héroes. Así entran en la memoria seres cuyos nombres hubieran pasado al olvido. Pedro Rojas, Ramón Collar, el «hombre de Extremadura», el «héroe de la República». «Los mendigos pelean por España, / y atacan a gemidos los mendigos, / matando con tan sólo ser mendigos». De repente, sobre la muerte abstracta aunque terriblemente real, sobre la muerte del hombre solo, brilla la «imagen española de la muerte», y ante la masa el cadáver, emocionado, «incorporóse lentamente, / abrazó al primer hombre, echóse a andar ...» La compasión se ha vuelto compasión revolucionaria.
A nadie debe extrañarle que a Vallejo, como a Martí, lo sientan suyo hombres de diversas confesiones. Sabemos (y ello nos enorgullece íntimamente) que Vallejo, como Martí, fue un revolucionario; que Vallejo fue un comu­nista militante: pero ¿quién se atrevería a considerarlo enmurallado en sus creencias, a las que él había llegado «como un hombre que soy y que he sufrido», cuando esas creencias no tienen nada que ver con una muralla? En la medida en que los otros sienten suyo a Vallejo, están sin­tiendo como suyos los grandes padecimientos, los grandes anhelos y las grandes esperanzas de este hombre «en el buen sentido de la palabra, bueno»; de este comunista que murió, también, de universo, y sobre cuya tumba desnuda que todo hispanoamericano real visita conmovido en Montrouge, se oye arder este verso suyo: «su cadáver estaba lleno de mundos».