lunes, 16 de marzo de 2009

Ciro Alegría: Mi profesor César Vallejo

¡Hola juventud! Un 16 de marzo de 1892 vino al mundo nuestro vate solidario en Santiago de Chuco. Casi todos han escrito quiénes fueron sus padres, cómo fue su agitada y franciscana vida por haber optado estar al lado de los trabajadores, los pobres y nuestro pueblo. Queremos recordar este día presentando la apreciación de Ciro Alegría sobre su maestro César. Nosotros sabemos que los que mejor evalúan y reconocen el mérito de los docentes, son los alumnos. Esta vez el maestro Ciró Alegría nos cuenta cómo conoció a su "profe" Vallejo. Disfruten de la lectura. ¡Vamos bien!

"De nuevo en el salón, era hora de estudio. La próxima sería de lectura. Había que repasar la lección. Me llamó junto a él y abrió mi libro en la sección de Pato. Tuve confianza en mi sabiduría y le dije:

-Ya pasé Pato hace tiempo. También Rosita y Pepito. Yo sé todo ese libro...

Vallejo me miró inquisitivamente:

-¿Sabes también escribir?

A mi respuesta afirmativa, me pidió que escribiera mi nombre y después el suyo. Dudé entre la be labial y la otra para escribir su apellido, pero tuve suerte al decidirme y salí bien. Me probó con otras palabras y una frase larga.

La cosa parecía divertirle. Después me preguntó:

-Y si sabes leer y escribir, ¿por qué te han puesto en primer año?

-Porque no sé otras cosas...

Entonces me dijo que fuera a sentarme. Traté de conversar con mi compañero de banco, quien me cuchicheó que estaba prohibido hablar durante la hora de estudio.

Miré a mi profesor.

César Vallejo -siempre me ha parecido que ésa fue la primera vez que lo vi- estaba con las manos sobre la mesa y la cara vuelta hacia la puerta. Bajo la abundosa melena negra su faz mostraba líneas duras y definidas. La nariz era enérgica y el mentón, más enérgico todavía, sobresalía en la parte inferior como una quilla. Sus ojos oscuros -no recuerdo si eran grises o negros- brillaban como si hubiera lágrimas en ellos. Su traje era uno viejo y luido y, cerrando la abertura del cuello blando, una pequeña corbata de lazo estaba anudada con descuido. Se puso a fumar y siguió mirando hacia la puerta, por la cual entraba la clara luz de abril. Pensaba o soñaba quién sabe qué cosas. De todo su ser fluía una gran tristeza. Nunca he visto un hombre que pareciera más triste. Su dolor era a la vez una secreta y ostensible condición, que terminó por contagiárseme. Cierta extraña e inexplicable pena me sobrecogió. Aunque a primera vista pudiera parecer tranquilo, había algo profundamente desgarrado en aquel hombre que yo no entendí sino sentí con toda mi despierta y alerta sensibilidad de niño. De pronto, me encontré pensando en mis lares nativos, en las montañas que había cruzado, en toda la vida que dejé atrás. Volviendo a examinar los rasgos de mi profesor, le encontré parecido a Cayetano Oruna, peón de nuestra hacienda a quien llamábamos Cayo. Éste era más alto y fornido, pero la cara y el aire entre solemne y triste de ambos tenían gran semejanza. El hombre Vallejo se me antojó como un mensaje de la tierra y seguí contemplándolo. Tiró el cigarrillo, se apretó la frente, se alisó otra vez la sombría melena y volvió a su quietud. Su boca contraíase en un rictus doloroso. Cayo y él. Mas la personalidad de Vallejo inquietaba tan sólo de ser vista. Yo estaba definitivamente conturbado y sospeché que, de tanto sufrir y por irradiar así tristeza, Vallejo tenía que ver tal vez con el misterio de la poesía. Él se volvió súbitamente y me miró y nos miró a todos. Los chicos estaban leyendo sus libros y abrí también el mío. No veía las letras y quise llorar...

Así fue como encontré a César Vallejo y así como lo vi, tal si fuera por primera vez. Las palabras que le oí sobre la Tierra son también las que más se me han grabado en la memoria. El tiempo había de revelarme nuevos aspectos de su persona, los largos silencios en que caía, su actitud de tristeza inacabable y otros que ya aparecerán en estas líneas.

Por la noche, durante la comida, me preguntaron en casa:

-¿Te gusta tu profesor?

-Sí -respondí.

Era inexacto. No me había gustado precisamente. Me había impresionado y conturbado, interesándome, pero no sin producirme una sensación de lejanía. Después de la comida, por indicación de mi abuela, escribí a papá. Un pequeño lápiz romo fue garabateando mis impresiones. Cuando llegué a las del colegio y Vallejo, no supe qué decir sobre él. Después de pensarlo mucho y ensayar varias explicaciones, escribí que mi profesor se parecía a Cayo Oruna. Tiempo después supe que, al leer la carta, mi madre había sonreído con dulzura y mi padre se dio a pensar en el poeta. Amaba a su pueblo y pudo otear a Vallejo desde el fondo de su alma llena de quebrados horizontes andinos".

El Soldado de la lectura.